SEMANA SANTA


En este dios se puede creer o no creer, pero no es posible burlarse de él.Según la fuente cristiana más antigua, al morir, Jesús “dio un fuerte grito”. No era sólo el grito final de un moribundo. En aquel grito estaban gritando todos los crucificados de la historia. Era un grito de indignación y de protesta. Era, al mismo tiempo, un grito de esperanza.



Nunca olvidaron los primeros cristianos el grito final de Jesús, ni siquiera cuando pusieron en sus labios otras palabras conmovedoras. En el grito de este hombre, identificado con todos los humillados y torturados hasta la muerte, está la esperanza última de la vida. En el amor impotente de este crucificado está Dios mismo gritando contra las injusticias, abusos y torturas de todos los tiempos. En este Dios se puede creer o no creer, pero no es posible burlarse de él. Este Dios no es una caricatura de Ser supremo y Omnipotente, dedicado a exigir a sus criaturas sacrificios que aumenten aún más su honor y su gloria. Es un Dios que sufre con los que sufren, grita y protesta con las víctimas, y, con su amor poderoso, nos arrastra hacia la Vida.

Para creer en este Dios, no basta ser piadoso; es necesario, además, tener compasión. Para adorar el misterio de un Dios crucificado, no basta celebrar la semana santa; hemos de escuchar los gritos de los que sufren. Para amar al Crucificado, no basta besar sus pies; hemos de bajar de la cruz a los crucificados.